- ¡Imbécil! – le gritó ella.
- ¿Quién chingados te crees, perra, para llamarme así? – reviró él, exhalando el humo de la última fumada de su cigarro, que apagó justo después.
- ¡Eres un hijo de puta! ¡Pinche misógino de mierda! Me largo de aquí... – contestó sin voltearlo a ver, buscando las llaves de su auto.
Él no quiso decir más, había demasiada ira en ambas partes y nunca creyó en la violencia física, que sentía a punto de desbordarse de su rígido puño contra ella o la primer pared que tuviese enfrente.
En cuanto las encontró, salió a la calle, se subió al auto y tomó camino hacia el norte. Su teléfono comenzó a sonar y, cuando vio que la llamada entrante era de su ahora ex-pareja –recién lo decidió–, decidió apagarlo.
Él asumió que era momento de dejar ir a la última mujer con quien había estado, no tenía sentido retener a una mujer que le había llamado imbécil y con quien mutuamente se había perdido el respeto hacía ya unos meses.
Caminó hacia el bar de la esquina, en el que lo conocían de vista, mas no de nombre; en el que sabían qué cerveza tomaba pero no qué combinación de ron prefería; en el que era poco más que un comensal ocasional pero nunca un cliente frecuente.
Le invadió un sentimiento de soledad. Había abandonado a sus amigos por una mujer, porque a ella y a su hermana –quien pasaba tres o cuatro tardes a la semana metida en su departamento, a pesar de tener el propio– les parecían mala influencia. "Son tan mamones esos amigos", era lo más ligero que les había oído decir respecto a ellos.
¡Pinche cuñada! – pensó en cuanto le dio el primer trago a una tibia cerveza, reclinado sobre la barra – Pinche vieja, tan fea la perra que ni se antoja para sacarla a pasear–.
Volvió a llamarle, esperando que le contestara y le pudiese pedir que se vieran, fuera del departamento, para hablar un poco y que la separación fuese un poco más madura o, quizá, menos infestada por el desprecio que sentía cómo ahora arruinaba seis años de vivir juntos. El móvil seguía apagado.
Después de cuatro cervezas, como tenía horas sin comer, se sintió un poco mareado. No podía perder ese espacio que quería hacer suyo. Sería el primer espacio para él, después de tanto tiempo, sólo de él y no de ellos, así que prefirió pagar la cuenta y dejar una generosa propina a la cantinera.
Salió a la calle, que estaba vacía, no había más ruido que el que se escuchaba de los pocos autos que circulaban por una avenida, tres cuadras hacia el oeste. Logró orientarse y tomó camino a su casa.
En la esquina, justo antes de llegar, escuchó que, de una caja de cartón, salían pequeños llantos. Al acercarse se dio cuenta que el "llanto" eran los pequeños maullidos de un gatito, emitidos al tiempo que lamía el cuerpo inerte de otro que parecía haber nacido en la misma camada.
Olvidando tristezas y soledades, nostalgias y lamentos, tomó al gato en sus manos, lo envolvió en su saco, que ella le había regalado y lo llevó a casa. La noche pasó sin contratiempos mayores, le dio un poco de atún y agua.
El nuevo inquilino durmió plácidamente la noche y él perdió el conocimiento mientras veía cómo respiraba plácidamente, inhalando y expirando suavemente, su nuevo compañero. Tan pronto como despertaron fueron al veterinario. Éste le dijo que no había de qué preocuparse, que le daría el medicamento necesario y lo felicitó por el maravilloso gesto de generosidad que había mostrado.
Regresaron a casa y prendió la computadora. Aún tenía las direcciones electrónicas de sus amigos y los invitó para unos tragos esa noche en casa. No sabía si llegarían, pero le pareció que lo harían.
Tomó el teléfono nuevamente, esta vez para llamar a la hasta el día anterior cuñada . "Ni se te ocurra, no quiere hablar contigo", fue lo primero que escuchó. La interrumpió, "no, no quiero hablar con tu hermana, hablo para decirte algo a ti", sólo le había llamado para decirle que él saldría el domingo temprano, que había un gato en casa y que, a la hora que quisieran ella y su hermana, podían pasar por las cosas de ésta… "y por favor, dile que deje las llaves sobre la mesa de la sala".
- ¿Quién chingados te crees, perra, para llamarme así? – reviró él, exhalando el humo de la última fumada de su cigarro, que apagó justo después.
- ¡Eres un hijo de puta! ¡Pinche misógino de mierda! Me largo de aquí... – contestó sin voltearlo a ver, buscando las llaves de su auto.
Él no quiso decir más, había demasiada ira en ambas partes y nunca creyó en la violencia física, que sentía a punto de desbordarse de su rígido puño contra ella o la primer pared que tuviese enfrente.
En cuanto las encontró, salió a la calle, se subió al auto y tomó camino hacia el norte. Su teléfono comenzó a sonar y, cuando vio que la llamada entrante era de su ahora ex-pareja –recién lo decidió–, decidió apagarlo.
Él asumió que era momento de dejar ir a la última mujer con quien había estado, no tenía sentido retener a una mujer que le había llamado imbécil y con quien mutuamente se había perdido el respeto hacía ya unos meses.
Caminó hacia el bar de la esquina, en el que lo conocían de vista, mas no de nombre; en el que sabían qué cerveza tomaba pero no qué combinación de ron prefería; en el que era poco más que un comensal ocasional pero nunca un cliente frecuente.
Le invadió un sentimiento de soledad. Había abandonado a sus amigos por una mujer, porque a ella y a su hermana –quien pasaba tres o cuatro tardes a la semana metida en su departamento, a pesar de tener el propio– les parecían mala influencia. "Son tan mamones esos amigos", era lo más ligero que les había oído decir respecto a ellos.
¡Pinche cuñada! – pensó en cuanto le dio el primer trago a una tibia cerveza, reclinado sobre la barra – Pinche vieja, tan fea la perra que ni se antoja para sacarla a pasear–.
Volvió a llamarle, esperando que le contestara y le pudiese pedir que se vieran, fuera del departamento, para hablar un poco y que la separación fuese un poco más madura o, quizá, menos infestada por el desprecio que sentía cómo ahora arruinaba seis años de vivir juntos. El móvil seguía apagado.
Después de cuatro cervezas, como tenía horas sin comer, se sintió un poco mareado. No podía perder ese espacio que quería hacer suyo. Sería el primer espacio para él, después de tanto tiempo, sólo de él y no de ellos, así que prefirió pagar la cuenta y dejar una generosa propina a la cantinera.
Salió a la calle, que estaba vacía, no había más ruido que el que se escuchaba de los pocos autos que circulaban por una avenida, tres cuadras hacia el oeste. Logró orientarse y tomó camino a su casa.
En la esquina, justo antes de llegar, escuchó que, de una caja de cartón, salían pequeños llantos. Al acercarse se dio cuenta que el "llanto" eran los pequeños maullidos de un gatito, emitidos al tiempo que lamía el cuerpo inerte de otro que parecía haber nacido en la misma camada.
Olvidando tristezas y soledades, nostalgias y lamentos, tomó al gato en sus manos, lo envolvió en su saco, que ella le había regalado y lo llevó a casa. La noche pasó sin contratiempos mayores, le dio un poco de atún y agua.
El nuevo inquilino durmió plácidamente la noche y él perdió el conocimiento mientras veía cómo respiraba plácidamente, inhalando y expirando suavemente, su nuevo compañero. Tan pronto como despertaron fueron al veterinario. Éste le dijo que no había de qué preocuparse, que le daría el medicamento necesario y lo felicitó por el maravilloso gesto de generosidad que había mostrado.
Regresaron a casa y prendió la computadora. Aún tenía las direcciones electrónicas de sus amigos y los invitó para unos tragos esa noche en casa. No sabía si llegarían, pero le pareció que lo harían.
Tomó el teléfono nuevamente, esta vez para llamar a la hasta el día anterior cuñada . "Ni se te ocurra, no quiere hablar contigo", fue lo primero que escuchó. La interrumpió, "no, no quiero hablar con tu hermana, hablo para decirte algo a ti", sólo le había llamado para decirle que él saldría el domingo temprano, que había un gato en casa y que, a la hora que quisieran ella y su hermana, podían pasar por las cosas de ésta… "y por favor, dile que deje las llaves sobre la mesa de la sala".
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