Para BS, por la idea
Alcanzaba a oir sus dulces gemidos cada vez que la penetraba sobre esa cama de hotel. Después de dos espléndidos orgasmos míos y quién sabe cuántos (si es que alguno) suyos, entré por tercera vez, erguido como adolescente a mis 34 años.
Estaba ella montándome, arqueaba la espalda y sus pezones se iluminaban intermitentemente en el cada vez más intenso vaivén, en todo su ritmo rioplatense. Tuve que detenerla, no podía más y estaba a punto de dormirme. Preferí serle franco y dejar para otro momento la conclusión, en vez de quedar inconsciente entre sus piernas. En cuanto se levantó de mí y se recostó sobre mi hombro, alcancé a abrazarla y me dormí.
Empezó a clarear, o al menos empecé a notarlo, y ella, en su blanco esplendor, se levantó de la cama. Caminó hacia el baño y disfruté viéndole esas hermosas nalgas que la siguen a donde va. Cerré los ojos otra vez y dormité hasta que me despertó con alguna caricia en la espalda.
Ella me dijo que tenía que irse, yo le dije que me dejara bañarme para llevarla a su casa. Recibí algún ligero reclamo de su parte por no habernos duchado juntos, pero le besé los labios y quedó contentamente callada.
Arrastrando los pies, llegué al baño. Levanté la tapa para orinar y, en el espejo (el único motivo por el que puedo entender un espejo detrás del retrete es para poner una cámara), me vi en buena forma, no porque realmente la tuviera, sino porque ella, esta belleza de mujer (que seguía viéndose tan deseable a la luz del día), pasó la noche conmigo. Relajé el esfínter y sentí cómo la orina salía, para que poco tiempo después una cálida sensación me recorriera hasta los huevos.
Absolutamente impresionado noté que, después de que ella se quitó de encima, no me quité el condón y aún lo traía puesto. Traté de quitármelo cuidadosamente, pero seguía meando y el látex hinchado era imposible de controlar elegantemente.
Hice tan poco desmadre como me fue posible, me sentía humillado. Me metí a bañar, tallándome con esmero para remover la orina de mis piernas y manos mientras, a la vez, sacaba agua de la regadera para quitar las manchas amarillas que dejé en el retrete.
Finalmente me vestí frente a ella, que seguía ahí, hermosa y generosa. Nos téníamos que ir... ella tenía que irse, yo tenía que estar, como siempre, en ninguna parte.
Lamenté no haberme bañado con ella, pero valoré tanto mi huevonería de no hacerlo cuando ella entró a la ducha, porque sé que mi escena frente a ese espejo habría sucedido exactamente igual, sólo que con un testigo adicional a la cámara.
Espero que nadie que me conozca disfrute comprando películas voyeur de hoteles y me vea entre "lo más divertido del corredor de Insurgentes".
Que buena risa... y que buen condón!
jajajaja!