Aquel domingo, cuando por fin logré abrir su puerta, lo encontré en el piso con dificultades para respirar. Escasos minutos entre mi grito exigiendo una ambulancia y la llegada a la sala de emergencias los sentí como horas.
Ulises acudió de inmediato al llamado de ayuda y me dijo lo que más temía: no había nada que hacer. En ese momento empecé a envejecer. Primero, cuando al vuelo del desahucio asumí la noticia y decidí que no quería que se le hiciera una sola incisión.
Mi principal motivación siempre fue la dignidad en su partida.
Cuando llegó la orden de no resucitarlo tenía yo unos años encima, varios más de los que siempre he cargado a cuestas por arriba de mi edad nominal. Al escribir mi nombre y firmarlo en el papel acepté que su vida había terminado; que ya no estaba más.
Lo pasaron a una habitación, conectado a un respirador que lo mantenía artificialmente con vida. Las muestras que pasaron -en persona, virtuales, telefónicas- marcaron el principio de mi duelo; para mí, él ya se había ido.
Pasaron unas horas y me encontraba agotado de la espera, rendido. Quería que todo terminara. Cuando alguien soltó la idea de hacer algo para acelerarlo, pedí que así se hiciera: sedación paliativa.
Se fue en una nota alta, lejos de largos internamientos y sin las amenazas que había dado en años anteriores; su muerte llegó estando él en buena lid con la vida, con su familia, conmigo. Nos tomó en total asombro, pero no había razón alguna para prolongar lo inevitable; si así cayó su hora, ¿por qué habría yo de retrasarla?
No terminaron de correr 3 horas cuando, por fin, a la 1:56 -ya era lunes- sonó la alarma que avisaba que se había acabado su agonía.
Ulises acudió de inmediato al llamado de ayuda y me dijo lo que más temía: no había nada que hacer. En ese momento empecé a envejecer. Primero, cuando al vuelo del desahucio asumí la noticia y decidí que no quería que se le hiciera una sola incisión.
Mi principal motivación siempre fue la dignidad en su partida.
Cuando llegó la orden de no resucitarlo tenía yo unos años encima, varios más de los que siempre he cargado a cuestas por arriba de mi edad nominal. Al escribir mi nombre y firmarlo en el papel acepté que su vida había terminado; que ya no estaba más.
Lo pasaron a una habitación, conectado a un respirador que lo mantenía artificialmente con vida. Las muestras que pasaron -en persona, virtuales, telefónicas- marcaron el principio de mi duelo; para mí, él ya se había ido.
Pasaron unas horas y me encontraba agotado de la espera, rendido. Quería que todo terminara. Cuando alguien soltó la idea de hacer algo para acelerarlo, pedí que así se hiciera: sedación paliativa.
Se fue en una nota alta, lejos de largos internamientos y sin las amenazas que había dado en años anteriores; su muerte llegó estando él en buena lid con la vida, con su familia, conmigo. Nos tomó en total asombro, pero no había razón alguna para prolongar lo inevitable; si así cayó su hora, ¿por qué habría yo de retrasarla?
No terminaron de correr 3 horas cuando, por fin, a la 1:56 -ya era lunes- sonó la alarma que avisaba que se había acabado su agonía.
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