Véjenme si estoy llorando

Es, con toda franqueza, absurdo lo que hacemos como especie en pos de la aceptación.

Claro, lo anterior puede interpretarse de mil maneras, pero la frase se refiere, ahora, a un caso concreto. Esta mañana (madrugada) fui a la embajada gringa a solicitar mi visado.

Para ello pedí, primero, mi cita hace un mes -y hasta hoy me recibieron-. Pagué por el trámite, que no por la garantía de obtenerla, cerca de $130 US; leí y seguí el istructivo, llené mis formularios online y los imprimí; preparé algunos (no encontré todos) recibos de nómina y estados de cuenta bancarios

Desperté resignado a ser inspeccionado por un cónsul que, con base en algún instructivo, habría de decidir si mi condición es aceptable, legal, fundada y válida para acceder a su país.

LLegué antes de mi cita, donde el primer "inspector" me encaminó a una fila que avanzó pronto. Me hicieron que me quitara el cinturón (demasiado tarde descubrí que el botón del pantalón no estaba en su lugar, jaja) y apagara mi celular, sólo para esperar la llegada del segundo revisor.

Este hizo alguna pequeña corrección en uno de mis formatos y me hizo pasar a donde dos guardias (van tres puntos, hasta ahora) me hicieron depositar en una bolsa de plástico mi móvil, iPod, USB y audífonos a cambio de una ficha. Apenas una puerta y un metro más adelante, llegué al mostrador que me hizo saber que, a partir de ese momento, dejaba de ser Sísifo, que desde ese momento, para ellos, sería el 1984.

Entonces pasé a la cuarta garita, donde inspeccionaron mi portafolio y
abrigo con rayos X, mientras yo vaciaba mis bolsillos y pasaba debajo del arco.

Ahí comenzó la espera real. Cuando mi turno fue llamado al escritorio 13 habían sido leídos tres capítulos de la novela en turno. Me dirigí a la silla, escuché y seguí las instrucciones para, con toma fotografía e impresiones digitales de por medio, ser fichado.

Inmediatamente me enviaron a la fila para la (WTF) ¡revisión de las huellas! Tras esa (¿cuántas van? Ah!) séptima escala llegó la espera final: aguantar sentado, tratando de seguir despierto, a veces, y leyendo hasta que el 1984 pasó a la antesala de la ventanilla.

Cuando la lupa de la procónsul, la soberana del territorio 33, octava en la lista, fue la designada para mi turno en el juicio internacional y, después de ver cómo a dos ancianas les fue negada la visa por quién-sabe-qué argumento (capaz sólo querían entrar legalmente a morir en el Smithsonian), llegué, fui inspeccionado y cuestionado.

Estaba ya tan enfadado que me debatía entre desear ser aceptado y rechazado.

-Pasaporte
-Aquí está, buen día.
-Formato DS156... 157...
-Aquí, aquí.
-...

¡Me creyó! No supe cómo podría alguien tomar mi aseveración de que no pretendo negociar armas, migrantes ilegales o drogas; que no busco (ni he buscado) ser un terrorista en ese territorio; que no soy prostituta, ni tratante de personas, ni inquisidor o director de Aushwitz; que nunca, jamás, he secuestrado a alguna persona (gringa, por supuesto... el resto no les importa): que soy una buena persona y que, además, gano suficiente plata para ir y, "god forbid",no quedarme en estados unidos.

Pero quería tenerla, deseaba ser aceptado, necesitaba contar con ese sello en mi pasaporte que dice que, a menos que el agente de migración decida lo contrario, soy apto para transitar entre los 300 millones de estadunidenses y otros tantos inmigrantes...

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